EL ÚLTIMO PARTIDO


El último partido había llegado con una rapidez que le hacía pensar en lo difuso del tiempo transcurrido. Ayer era martes y le regalaban un balón de baloncesto que valía 5.000 pesetas. Hoy, lo recordaba. Era un balón de la marca Spalding con colores púrpura y amarillo cicatrizándolo. Lo firmaba Magic Johnson, la estrella de Los Angeles Lakers e ídolo suyo. Llevaba varios días viéndolo en el escaparate de la tienda denominada “Deportes Espada” y había preguntado por su precio. “O el balón o la camiseta de Emilio Butragueño”, dijo su madre. Le costó decidirlo. El comercio estaba de camino al Colegio de la Salle de la Calle San Nicolás, al que debía acudir cada día a las 14.00 horas, al salir de clase, a recoger a su hermano Pablo, varios cursos por debajo de él. Pablo lo idolatraba. Sentía haberlo tratado tan mal en el pasado, pagando con él las propias frustraciones de su juventud. “Deportes Espada” pertenecía a la familia Espada e, inicialmente, se había dedicado a la venta de artículos de Caza y Pesca. Grandes cañas dispuestas en las paredes, que no le habían llamado en absoluto la atención, y relucientes escopetas que encañonaban trofeos de caza aún por regalar, en las estanterías. Su abuelo Pedro tenía muchos trofeos relacionados con la caza, tenía fama y había fundado con otros aficionados la Peña “La Corchuela”. Con el tiempo el viejo Espada había ampliado el negocio al calzado deportivo y otras cosas como los balones de fútbol y baloncesto. El mes de diciembre de 1.987 los Lakers de Los Angeles eran los actuales World Champions, tras haber derrotado a los Boston Celtics. Ramón Trecet presentaba el programa de televisión “Cerca de las estrellas”, cosechando un gran éxito con sus expresiones típicas y particularísimas. Ese año James Worthy estaba espléndido, pero a él le encantaba Earvin “Magic” Johnson. Era un base de 2,04 metros que había revolucionado el juego. Se hablaba de lo bueno que era Michael Jordan pero Magic dirigía el cotarro. Sus asistencias y sus triples desde el medio del campo eran imitados una y otra vez por los chavales en el patio del Colegio de la Salle de la Calle Real, en el que estudiaba 7º de EGB. Nunca había jugado realmente al baloncesto. Siempre pensó que se le daría bien. Así que la decisión era sencilla: la camiseta de Butragueño debería esperar a los Reyes. Si no tenía balón de baloncesto en propiedad no lo dejarían jugar en el patio del Colegio de La Salle, los viernes por la tarde. De esa época recordaba que una vez ganó un partido. Él mismo. El difunto profesor Joaquín Coronilla les daba gimnasia y había organizado un partido para seleccionar un equipo que compitiera en la liga local de baloncesto. En esa época no era tan alto, aún no había dado el “estirón”. Se hizo el sorteo de equipos y salió a jugar a la pista lateral. Nadie anotaba una sola canasta. En un momento dado recibió el balón, seguramente por suerte, en medio de la bombilla del tiro libre. Había visto al center de los Lakers, Kareem Abdul-Jabbar, realizar el sky hook en innumerables ocasiones. Intentó uno. El balón salió disparado con fuerza al tablero de madera de la canasta del patio del colegio, que lindaba con los cuartos de baño, y por un momento pareció que iba a agujerearlo. Un fuerte golpe sonó y el balón cayó muerto dentro del aro. Había anotado un gancho a tabla. Sus compañeros gritaron de alegría, más por solidaridad que por simpatía hacia él. Ese día ganó su primer partido oficial por un marcador de 2 a 1. Metió la canasta ganadora, que fue más que el tiro libre que anotó su amigo David Durán, al que jamás volvió a ver tras salir del colegio. Los malintencionados compañeros lo llamaron “Kareem”, por las grandes gafas de pasta blanca que usaba para contrarrestar esa miopía que hoy ya no le molesta por haberse operado con cirugía láser. Joaquín Coronilla no lo seleccionó para el equipo pero el primer partido de liga, que jugaban contra el C.B. San Fernando, fue a ver a sus compañeros. Fueron aplastados sin piedad. El resultado fue una derrota por más de cincuenta puntos. Estaba sentado en la grada del Pabellón Municipal de Deportes del Parque Almirante Laulhé con otro amigo y al terminar, ambos se acercaron a Coronilla “para ofrecerse”. Los despidió con desprecio. Eran peores que los que estaban allí. Veía los partidos de las finales de ese año, temporada 87/88, que se repetían en la segunda cadena de televisión a las 16.00 horas. Duraban mucho. Los Lakers jugaban la final contra los Detroit Pistons de Thomas, Dumars, Rodman y Laimbier. Entre los púrpura y oro destacaban Worthy, Green, Cooper, Jabbar y Byron Scott. Y Magic Johnson. Era el mejor y aún era joven. En esa época no sabía que “Mr. Gomina”, Pat Riley, entrenador angelino, había prometido repetir el título ganado el año anterior. Iba por las tardes, los fines de semana, al campo de baloncesto de Villarubí. Allí ensayaba los pasos de baile de Worthy, el pase sin mirar de Magic y los golpes de los “bad boys”. Era malo pero no fácil de ganar. Los chavales que jugaban contra él se reían y él no se rendía jamás. El aro era durísimo pero él pensaba que “si entran limpias aquí, entran en cualquier lado”. En esa época no tenía la confianza en su tiro exterior de ahora, a punto de jugar su último partido. Aún no había nacido el Baraka ni había jugado en la Primera Andaluza. Todavía no le había dicho Alfonso Quirós, el entrenador del C.B. San Fernando, que si midiera 2 metros en vez de 1,85 jugaría en liga EBA como mínimo. Ni que era el jugador que había entrenado que más rápido aprendía cuanto se le enseñaba. “Claro que tenías más que aprender que los demás, por tu falta de base técnica”, apostilló el de Andújar. Aún no había metido canastas de medio campo, ni había jugado con una férula de escayola en un dedo, ni se había peleado contra cinco jugadores del equipo contrario a la vez. Todavía no habían ido sus padres a verle jugar una única vez. Magic Johnson no tenía el virus del sida. El último partido de Magic antes de su primera retirada había sido contra el Joventut de Badalona, que casi había ganado a los Lakers de un Magic más entrado en carnes pero aún rápido y vertical como pocos jamás. No entendía entonces porque a Rafa Jofresa el comentarista, Pedro Barthe, lo llamaba “Yufressa”. En esa época desconocía los nacionalismos, sólo admiraba a Magic. Y a Fernando Martín. Y a Petrovic. Lloró cuando murió el primero. Era el Gasol de los 80. El primer jugador español en ir a jugar a la NBA, a los Portland Trail Blazers. Jugó poco y se volvió. Como había estado en EEUU en una liga “profesional” Martín no podía ya vestirse con la elástica nacional, al menos no hasta el Europeo del 93, en que ganaron medalla. Petrovic era otra cosa. Había sido un traidor abandonando el equipo tras meter 63 puntos al Snaidero de Caserta del brasileño Oscar Schmidt-Becerra en la final de la Recopa de Europa. Era el Jordan de Europa. Había conseguido el autógrafo de Fernando Martín –que aún guardaba con cariño- en un trofeo internacional de baloncesto disputado en Puerto Real al que le invitó su tío Josemari. Su padre fue solo un día porque decía y dice que “el baloncesto le pone nervioso. Un minuto dura veinte”. Jugaban Real Madrid y Tracer Phillips de Milán. A los cinco minutos Fernando Romay y Dino Meneghin se enzarzaron en una pelea que motivó la expulsión de ambos. Ese día cree que pitaba Juanjo Neyro, el mismo árbitro bigotudo que robó el título a Petrovic. Al año siguiente jugaban España, Checoslovaquia, otra selección y la Universidad de Duke, en la que jugaban Alaa Adelnaby, que tuvo una discreta carrera NBA, y Danny Ferry, la estrella del equipo, que, al año siguiente, se negó a ir a los Bucks de Milwakee, causando un cisma en el baloncesto USA. El que realmente le gustó fue un base rubio que no fallaba ni un solo triple. Ese día Jose Luis “Jou” Llorente le llamó la atención cuando quiso apropiarse de un banderín que el equipo contrario había entregado a los jugadores españoles y que alguno había dejado abandonado encima de una silla del banquillo. Se murió de vergüenza, aunque no tanta como cuando un niño le pidió un autógrafo a Villacampa llamándolo “Epi”. Si no sabían de baloncesto mejor no acudan al partido. También recordaba haberse puesto al lado de Romay, que medía 2,13 metros, y era entonces el “techo” de la selección. Le llegaba a las axilas. Luego supo que había jugado en el C.B. San Fernando, en tiempos de cumplir el Servicio Militar. Nunca había visto jugar a Magic Johnson en directo, aunque sí lo había visto –y grabado- jugando medio tiempo con el Real Madrid, ya retirado. Esos muchos recuerdos y otros más le venían a la cabeza. El árbitro estaba ya en el centro de la pista saludando a los demás jugadores. Se quitó la camiseta disponiéndose a acudir al salto inicial. Era su último partido. Se iban a enterar.

Comentarios

malatesta ha dicho que…
Yo también fui a ver dos partidos de aquel torneo. Bueno, fui a muchos más torneos, pero aquel con la Universidad de Duke lo recuerdo perfectamente. Quizás compartimos fila de asientos. También guardo los autógrafos de mis ídolos de entonces. Salvo el de Petrovic. Cuando se lo pedí el muy mamón me dijo que Petrovic era el que venía detrás. No me engañó (bastante bien lo conocía yo), pero tampoco me firmó.
A todo cochinillo le llega su San Martín, amigo Baraka. Yo ya me retiré el año pasado, así que te comprendo perfectamente. Pero que nos quiten lo jugado. Y que viva el basket.
Ventiladorcular ha dicho que…
Dile a ese capullo que recuerdo CASI todas las experiencias que cuenta, incluidas las del uno contra cinco, y tambien el mismo día en el que morían Fernando MArtín y Petrovic... Asimiso tb te digo que mala yerba nunca muere, todavía te quedan años dando por culito... que pa eso te conozco como si te hubiera parío...
Buen post!
india ha dicho que…
Ahora entiendo lo que decía Mh de que el tamaño de tu cabeza en la foto desde un banco era real...debe serlo,Baraka...cómo si no retener tantas cosas,tantos detalles...pero qué guapo eres,joío!
Por cierto...yo de basket entiendo poconada...pero Villacampa...a él lo recuerdo muy rebien,sí,sí,sí...;D
Achuchones!!!!
MR BAD GUY ha dicho que…
¿Y nuestro partidoooooo?????? Nunca te perdonaré ningunear al gran Emilio Butragueño Santos por un Spalding de chichinabo....

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