LOS MANOLOS


El sonido leve y quedo apenas fue perceptible por un segundo, quizás menos. Fue suficiente para que a Filipa se le pusieran los vellos de los brazos de punta. Era una mujer firme, de brazos definidos y recios, abdomen marcado, pechos enjutos. Había sido deportista profesional y se le notaba. Hubo un tiempo en que volaba. Era el ángel de las pistas de atletismo, la persona más rápida del país, en su categoría. En ese tiempo su entrenador no se separaba de ella hasta el punto que la gente murmuraba que entre ellos había algo más que una relación de coaching. Su cuerpo se tensó y una sensación extraña, casi eléctrica, le recorrió la nuca. La habitación estaba totalmente desordenada, la luz hacía tiempo que se había apagado. Las estanterías tiradas por los suelos, los carteles y cuadros de las paredes, manchados de sangre. Apenas había claridad y un fétido olor a cerrado le hacía tener que aguantar el deseo de devolver. Filipa era italiana, eso no le suponía ningún esfuerzo. Su cabello era oscuro y liso, cortado al flequillo, e iba descalza.

Conducía su Ibiza a toda velocidad, intentando atravesar la ciudad lo antes posible, huyendo de su pasado y de un triste futuro, sin mirar a ambos lados de la carretera, sin prestar atención a la muerte que se apilaba en los arcenes, reptando y babeando, luchando por existir. En un momento dado, tuvo que golpear con el faro izquierdo a un engendro que se le acercaba directamente. Pese a todo lo pasado, seguía sintiendo pena por todos. Igual que ellos ni sentían pena ni cariño, Filipa pensaba en ellos como en seres humanos, como personas que reían y lloraban, como seres en el más puro sentido kantiano del ser, como todo lo contrario a Greg, su entrenador. Su amante.

Un pequeño vistazo lateral hizo que detuviese bruscamente su coche. En una acera limpia de excrementos una cristalera gigante mostraba un par de zapatos de fiesta, de color rosa fucsia. La lámpara del expositor debía tener una célula fotoeléctrica. Un haz de luz cálida apuntaba a esos maravillosos ejemplares de Manolo Blahnik. Filipa se quedó embobada. Sabía el riesgo, sabía que podría acabar siendo pasto de tiburones. Y sabía que siempre había querido unos Manolos. Miró a ambos lados, nerviosa. No había un alma cerca. Y si la había, no respiraba. Recordó sus años de gueparda, cómo en un suspiro recorría metros sin esfuerzo, y se dijo a sí misma lo fácil que iba a ser aquello. Echó el freno manual y bajó, insegura, del Ibiza. Tomó aire e impulso y salió corriendo. El viento en su cara le recordó su juventud, le recordó cómo era ella antes de la lesión de rodilla, de las artroscopias, de que la abandonara Greg. Ahora, debía encontrar la puerta abierta. Lanzó una mano insegura y asió el pomo, que cedió sin esfuerzo, y se encontró dentro del local. Los zapatos era bellísimos, tenía un tacón de aguja de unos doce centímetros, y subían por encima del tobillo en espirales de seda. Filipa pensó que se iba a sentir de maravilla, femenina, por última vez, al ponérselos. Dio un paso y luego otro y los tomó.

Entonces sintió ese pequeño siseo, casi imperceptible, y se volvió con la agilidad felina que aún guardaba en su interior. Entonces fue cuando se dio cuenta. La rodilla le quemaba. Tenía los zapatos en la mano, como si fueran un hacha. De repente, de detrás del oscuro mostrador, una figura sinuosa se movió con rapidez, cortándole el paso a la puerta. Era una hembra y la miraba con deseo, con hambre. Esa maldita muerta viviente había encontrado su desayuno y no pensaba dejarlo escapar. Por un momento, Filipa pensó que lo que quería el zombie era sus Manolos rosa fucsia, y los devolvió a su expositor. En la vitrina, la luz continuaba apuntando las plataformas donde dormían los tacones. Fue entonces cuando Filipa se dio cuenta de algo que la hizo sentirse estúpida y la llevó al pasado, al día en que Greg la dejó. “Has llevado tu cuerpo al límite y el límite no es suficiente”, le dijo. Los zapatos eran la trampa perfecta de la araña a la mosca, y ella había caído de cabeza. Esa puta zombie sabía cómo alimentarse, tenía un cebo de mil doscientos dólares, pensó Filipa sin prestar atención a cómo se le abalanzaba el engendro con una velocidad más que animal.

Enrique Montiel de Arnáiz

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