Relato Breve: RESPETAR LAS TAPAS
“Choquitos, huevas, calamares, aceitunas rebozadas, albóndigas, riñones al jerez, bombitas…” con deleite escuchaba una vez más la cadenciosa voz del veterano camarero declamando la surtida carta de picoteo en la concurrida terraza situada en la que fuera plaza de armas de la trimilenaria ciudad. “¡Viva España con honra!” se voceó allá mismo en el siglo XIX y su eco recorrió toda España, mientras tronaban los cañones de la Armada fondeados frente a la Puerta del Mar.
Siendo exactos en la alegre cantinela las aceitunas eran “rebosadas” y las albóndigas “almóndigas” lo cual las hacían más caseras y cocinadas con un chorreón generoso de vino peleón que hacía milagros. De siempre me gustó ese recitar de tapas. Pero no de cualquier forma, debía entonarse con voz adecuada y gestos precisos. Y eso sólo los que llevaban más años sirviendo mesas lo conseguían, muy pocos, y algún joven prometedor. Hoy en día cualquiera sirve para los negocios de hostelería, cuesta encontrar personal, aún en pleno mes de julio se ven carteles en los bares con la frase “SE NECESITA SERVICIO”. Por eso era de agradecer la puesta en escena de todo un profesional. Todo un espectáculo. La generosa propina estaba asegurada, el buen hacer lo valía.
Pero vayamos al grano, no fueron esas tapas cantadas, comida para oídos que sepan disfrutar, las que me llamaron la atención en ese mediodía agradable tomando una caña en el soleado centro de Cádiz. Mi atención se fijó en el cliente que las escuchaba y en el libro que tenía sobre la mesa. Era un señor de edad, como se suele decir en el lenguaje neutro y frío que se estila en ciertos medios, es decir un señor mayor, que suena más rotundo y descriptivo. Un señor de edad, je ¿de qué edad? menuda terminología. Tercera Edad por vejez, Segmento Lúdico por el ruidoso Recreo y Señor de Edad por maduro sin llegar a la senectud. En fin,
impuestos semiológios que pagamos en esta modernidad técnica.
Prosigo, y menos mal que intenté centrarme en el objeto de éste mi recuerdo. Vamos con el libro depositado sobre la mesa de la terraza callejera. Algo estaba mal en la escena. El vamos a llamarlo ahora “Señor Mayor” iba vestido con la máxima corrección, vestigio de otros tiempos, elegante sin llamar la atención, impecable y su cuello protegido por corbata. La vestimenta iba acorde con su apurado afeitado, seguro que si me acercaba aún olía a Floid, además hacía poco
de su última visita al peluquero, que seguro agradeció hacer un rapado de los de antes, nada de los de por aquí así por allá asao, acá más largo y cuidado con la patilla que los vuelven locos. Se agradecen queden hombres así, algunos los verán como vestigios carpetovetónicos, pero aún hay quien valora esos pequeños detalles en el vestir y en el estar de esa España nuestra que temo está por desaparecer. Pero, casi siempre en la vida surge un pero, la visión del libro rompió el hechizo. Ya no disfrutaba escuchando los nombres de tapas “y también cazón, cachucho, berenjenas rellenas ya no nos quedan, además se repiten mucho…” ni la imagen del correcto caballero de otros tiempos. A partir de ese momento toda mi atención se centró en ese prodigio de tinta negra sobre fondo blanco que es el libro, aquel libro en concreto que rompió el pequeño instante de felicidad que estaba disfrutando hasta el momento, al fin y al cabo la vida siempre es más soportable con esos pequeños detalles que la hacen más placentera, aún más cuando nos vamos endureciendo y dejamos de creer ciegamente en la felicidad absoluta.
No me lo podía creer en aquel respetable señor. Había forrado el libro. Y no sólo había forrado el libro que es casi como encarcelarlo, delito grande y punible en el País de Las Letras. El pecado rozaba la villanía, lo había envuelto, había tapado sus flamantes tapas, su carta de presentación en sociedad, con el papel de envolver los regalos de una gran superficie comercial, la que se encarga de recordarnos puntualmente nuestra onomástica y la llegada, cada vez más temprana, de la Navidad. El libro forrado no dejaba ver su identidad. A no ser que el último best seller de la temporada tuviese por título “Ya es Primavera en el Corte Inglés” que todo es posible en esta nación de despropósitos. El maldito papel de envolver ilusiones creadas no dejaba desvelar el tipo de lectura. ¿Qué podía leer un Señor Mayor de los de antes?.
Bueno, al final, el señor del libro forrado, tras escuchar el recital magistral de tapas (ya obsesionado con el libro me perdí el colofón… que aunque parezca mentira después de la lista interminable suelen rematar con un “y puede que en cocina tengan…”) pidió una ensaladilla rusa, que seguro tenía pensado desde el principio, rompiendo una vez más el encanto de la situación. Un libro forrado con papel de envolver y ensaladilla rusa con mahonesa de bote, vaya panorama.
Terminé la caña, que ya amargaba más de la cuenta y había perdido toda su fuerza y frescor, como, a veces soy tan cascarrabias, había perdido la magia el lugar y la situación y decidí marchar. Generosa propina quedó para el buen y veterano profesional, ni descompuso el gesto cuando escuchó pedir la socorrida ensaladilla, que logró hacerme recordar lo simple del misterio y belleza de las tareas y oficios bien hechos. A pesar de ser tímido, me entró la picá y no pude resistirme. Pregunté al Señor envuelvelibros: “Buenas tardes, ¿podría decirme qué libro está leyendo?, lo he visto muy interesado en su lectura y me ha llamado la atención”. Ni que decir tiene que lo de la atención era una excusa, más interesado estaba, mirando de reojo al interior del bar a ver si ya le traían la caña y la rusa.
- “La condición humana” de Malraux, André Malraux – respondió con amabilidad, pero con ligera sorpresa el Señor, que seguía más preocupado por su tapa que ya estaba en camino.
- Gracias, buen libro – le contesté con una ligera mueca que pretendía aparentar sonrisa – que aproveche. Tiré camino hacia la Calle Ancha, pensando en el Universo de rebeldes contra el Absoluto descrito por Malroux envuelto en papel de gran superficie comercial. Y es que no hay pasión ni gloria que no termine en el absurdo o en la nada. Por cierto, junto a la caña pedí los riñones… al jerez. Estaban ricas las vísceras.
Siendo exactos en la alegre cantinela las aceitunas eran “rebosadas” y las albóndigas “almóndigas” lo cual las hacían más caseras y cocinadas con un chorreón generoso de vino peleón que hacía milagros. De siempre me gustó ese recitar de tapas. Pero no de cualquier forma, debía entonarse con voz adecuada y gestos precisos. Y eso sólo los que llevaban más años sirviendo mesas lo conseguían, muy pocos, y algún joven prometedor. Hoy en día cualquiera sirve para los negocios de hostelería, cuesta encontrar personal, aún en pleno mes de julio se ven carteles en los bares con la frase “SE NECESITA SERVICIO”. Por eso era de agradecer la puesta en escena de todo un profesional. Todo un espectáculo. La generosa propina estaba asegurada, el buen hacer lo valía.
Pero vayamos al grano, no fueron esas tapas cantadas, comida para oídos que sepan disfrutar, las que me llamaron la atención en ese mediodía agradable tomando una caña en el soleado centro de Cádiz. Mi atención se fijó en el cliente que las escuchaba y en el libro que tenía sobre la mesa. Era un señor de edad, como se suele decir en el lenguaje neutro y frío que se estila en ciertos medios, es decir un señor mayor, que suena más rotundo y descriptivo. Un señor de edad, je ¿de qué edad? menuda terminología. Tercera Edad por vejez, Segmento Lúdico por el ruidoso Recreo y Señor de Edad por maduro sin llegar a la senectud. En fin,
impuestos semiológios que pagamos en esta modernidad técnica.
Prosigo, y menos mal que intenté centrarme en el objeto de éste mi recuerdo. Vamos con el libro depositado sobre la mesa de la terraza callejera. Algo estaba mal en la escena. El vamos a llamarlo ahora “Señor Mayor” iba vestido con la máxima corrección, vestigio de otros tiempos, elegante sin llamar la atención, impecable y su cuello protegido por corbata. La vestimenta iba acorde con su apurado afeitado, seguro que si me acercaba aún olía a Floid, además hacía poco
de su última visita al peluquero, que seguro agradeció hacer un rapado de los de antes, nada de los de por aquí así por allá asao, acá más largo y cuidado con la patilla que los vuelven locos. Se agradecen queden hombres así, algunos los verán como vestigios carpetovetónicos, pero aún hay quien valora esos pequeños detalles en el vestir y en el estar de esa España nuestra que temo está por desaparecer. Pero, casi siempre en la vida surge un pero, la visión del libro rompió el hechizo. Ya no disfrutaba escuchando los nombres de tapas “y también cazón, cachucho, berenjenas rellenas ya no nos quedan, además se repiten mucho…” ni la imagen del correcto caballero de otros tiempos. A partir de ese momento toda mi atención se centró en ese prodigio de tinta negra sobre fondo blanco que es el libro, aquel libro en concreto que rompió el pequeño instante de felicidad que estaba disfrutando hasta el momento, al fin y al cabo la vida siempre es más soportable con esos pequeños detalles que la hacen más placentera, aún más cuando nos vamos endureciendo y dejamos de creer ciegamente en la felicidad absoluta.
No me lo podía creer en aquel respetable señor. Había forrado el libro. Y no sólo había forrado el libro que es casi como encarcelarlo, delito grande y punible en el País de Las Letras. El pecado rozaba la villanía, lo había envuelto, había tapado sus flamantes tapas, su carta de presentación en sociedad, con el papel de envolver los regalos de una gran superficie comercial, la que se encarga de recordarnos puntualmente nuestra onomástica y la llegada, cada vez más temprana, de la Navidad. El libro forrado no dejaba ver su identidad. A no ser que el último best seller de la temporada tuviese por título “Ya es Primavera en el Corte Inglés” que todo es posible en esta nación de despropósitos. El maldito papel de envolver ilusiones creadas no dejaba desvelar el tipo de lectura. ¿Qué podía leer un Señor Mayor de los de antes?.
Bueno, al final, el señor del libro forrado, tras escuchar el recital magistral de tapas (ya obsesionado con el libro me perdí el colofón… que aunque parezca mentira después de la lista interminable suelen rematar con un “y puede que en cocina tengan…”) pidió una ensaladilla rusa, que seguro tenía pensado desde el principio, rompiendo una vez más el encanto de la situación. Un libro forrado con papel de envolver y ensaladilla rusa con mahonesa de bote, vaya panorama.
Terminé la caña, que ya amargaba más de la cuenta y había perdido toda su fuerza y frescor, como, a veces soy tan cascarrabias, había perdido la magia el lugar y la situación y decidí marchar. Generosa propina quedó para el buen y veterano profesional, ni descompuso el gesto cuando escuchó pedir la socorrida ensaladilla, que logró hacerme recordar lo simple del misterio y belleza de las tareas y oficios bien hechos. A pesar de ser tímido, me entró la picá y no pude resistirme. Pregunté al Señor envuelvelibros: “Buenas tardes, ¿podría decirme qué libro está leyendo?, lo he visto muy interesado en su lectura y me ha llamado la atención”. Ni que decir tiene que lo de la atención era una excusa, más interesado estaba, mirando de reojo al interior del bar a ver si ya le traían la caña y la rusa.
- “La condición humana” de Malraux, André Malraux – respondió con amabilidad, pero con ligera sorpresa el Señor, que seguía más preocupado por su tapa que ya estaba en camino.
- Gracias, buen libro – le contesté con una ligera mueca que pretendía aparentar sonrisa – que aproveche. Tiré camino hacia la Calle Ancha, pensando en el Universo de rebeldes contra el Absoluto descrito por Malroux envuelto en papel de gran superficie comercial. Y es que no hay pasión ni gloria que no termine en el absurdo o en la nada. Por cierto, junto a la caña pedí los riñones… al jerez. Estaban ricas las vísceras.
Comentarios
Volviendo al libro, seguramente el "viejo" (lenguaje realista) estaría leyendo a Malraux (y las ratas??) tapado con papel de publicidad por dos motivos: en primer lugar para evitar ser tildado de snob o pretencioso intelectualoide, que es lo que suele pensar la gente que lee a Borizaguirre en vez de a García Márquez; y en segundno lugar porque seguramente el "anciano" (otra variedad) es un bibliófilo empedernido, conocedor del término "carpetovetónico" y amante de los libros sin estropear. Una vez finalizada la obra, se retira a la rica modelo del english cut y se deposita el libro en su lugar apropiado en la biblioteca.
A todo esto, sí que te despistas tomando una cañita...
1. adj. Perteneciente o relativo a los carpetanos y vetones.
2. adj. Dicho de una persona, de una costumbre, de una idea, etc.: Que se tienen por españolas a ultranza, y sirven de bandera frente a todo influjo foráneo.
U. m. en sent. despect.
Fuente: rae.es
La humildad por encima de todo, no se lo que significaba, pero ahora si, no por no saberlo se es menos intelectual, en cambio el que no tiene recursos para averiguarlo...
Hermosa narración un tanto divagante de un enfrentamiento entre dos tendencias culturales, la antigua o "vieja" me sigue pareciendo la mas digna.
Saludos
jejejeje