EL ARTE DE LO INÚTIL
Ayer fui a una despesca. Era la excusa para estar juntos los amigos y alejar el jolgorio de los niños de nuestros oídos –que no del pensamiento- durante unas horas. El lugar fue la Salina de San Vicente, un lugar tan antiguo que hasta las gaviotas se llaman de tú. Decía su capataz que era la única salina que hoy seguía en activo. No sé si será cierto. Ya en tiempos pretéritos Estrabón nos contaba que los fenicios de Gadir trocaban el plomo y el estaño por la tan preciada sal, de gran importancia para la conserva y la salazón de los alimentos. La sal de nuestra tierra, dada la conjunción de sol + viento de levante, tenía una merecida fama de calidad por la calidad de su sabor y el tiempo de conservación de los alimentos. En esas salinas que poblaban los caños jugaban nuestros padres, rubios y delgados, tirándole a los pájaros con carabinas de plomillos tal que sus abuelos, allí mismo, habían tirado a los franceses, rubios y delgados, doscientos años antes. En esa época, como en la a