Asesinato playero
Un poco de viento de poniente transportaba el aroma de las algas sobre volando las subas blancas de fina arena. El espectáculo del fulgor espumoso de las olas de la bajamar, una bajamar aún calurosa, hipnotizaba a Lucrecia Girón, que se ubicaba en la orilla hasta que las olas empezaban a romper el agua en dos y le mojaban el pareo. Lucrecia disfrutaba sus quince días de vacaciones como quien se siente acreedora del derecho a desconectar por el deber cumplido. Lejos quedaban los últimos encargos de Corazón Negro, las persecuciones por las calles de Berlín, el tiro de entrada y salida que la atravesó su hombro a pocos centímetros del hueso, que casi la finiquita en Firenze por desangramiento, el blanco fácil en Lyon. Lucrecia Girón había nacido en Uruguay pero era de cualquier lado donde hubiera un buen negrazo con reloj de oro. Había cambiado de domicilio más veces de las que podía recordar aunque realmente no los consideraba domicilios, sino prácticamente pisos francos. Picaderos de te