LA PALOMA CIEGA

Le encantaban los cuentos que comenzaban con una descripción del paisaje. El cielo era gris y turbio, el mar azul turquesa, la viña plagada de verde vegetación. La verdad era que por la ventana de su habitación solo había un muro de ladrillos desconchados, una barrera, un adiós.

Su padre le contaba cada día sus anécdotas del trabajo. La pera madura, el gusano que huía a través de la manzana, el dolor de riñones. Ella le escuchaba cada letanía día tras día, mes tras mes, porque así lo sentía feliz. Pero ella no lo era. A veces despertaba y se encontraba encima de un tejado, con un libro y un paquete de palomitas. Era un poco como el astigmatismo y estar allí la adormecía sin pausa, hasta que caía rendida en el antagonismo vital del sueño. A veces despertaba y seguía sin ser feliz, pero lo peor no era eso, sino que lo sabía, tenía pleno convencimiento de su aburrimiento.

El tejado era grande, de unos ocho metros cuadrados, y mostraba una visión de la ciudad diferente de la eterna muralla china de su habitación, la que le impedía otear el horizonte. El cielo era gris y turbio, amenazaba tormenta; a ella le encantaba pensar que el horizonte la castigaría por su tristeza con forma de rayo. Pero Zeus era benigno.

Era sábado. Hacía dos años que había dejado las clases del instituto porque le daban mucho que pensar y su mente no estaba para el álgebra. ¿De qué le servían los logaritmos? No conseguía despejar las incógnitas, ni de su vida ni de los exámenes. A veces echaba de menos a los compañeros, sus discusiones sin alma, lo absurdo de vivir el fútbol, el miedo al amor… pero eran las menos de las ocasiones. La dulce Lía era como la llamaban en clase. Siempre tan atenta, tan sutil, tan obsesionada por agradar a todos. Un joven de su clase, Federico, la observaba a menudo pensando que ella no se daba cuenta. Tanto estudio de su persona la ruborizaba pero jamás le dijo nada a él porque pensaba que sería una falta de respeto. Ella sólo tenía un muro que amordazaba su vista y no tenía por qué impedir a los que tenían ojos que los usaran, aunque le diese vergüenza. También echaba de menos el sentirse estudiada por Fede, aunque no lo quería reconocer.

La dulce Lía. ¿Dulce? Su carácter se avinagraba cada día al chocar contra ese muro opresivo. Deseaba hundirlo con una pistola de agua, derretirlo como chocolate en un horno. Mojarlo en la leche y desmembrarlo sin piedad. Leía a Borges y la mano se le adormecía con cada pausa, con cada coma. Parecía Joyce. El Aleph. Belleza. Sueño…

Y despertaba.

Podía oler el mar azul turquesa, los vientos que lo recorrían le llevaban el sabor del pescado fresco, de la libertad que no es tal, de la cárcel de los océanos de la que sólo se puede escapar con la muerte propia, la del pez. Sentía deseos de aletear velozmente entre las olas, escapando de la red del pescador, cantar a Odiseo, y desatar sus ataduras, llevarlo al mar, cenar con él. La boca apenas se le hacía agua.

Bajaba a hacer compañía a su padre a la tienda y lo escuchaba bromear con las clientas que acudían cada mañana a por medio kilo de naranjas de la china, o de Pekín. ¿Y cómo están los kiwis, niña? - Le decían.

Prácticamente respiran, respondió con desgana.

Miró hacia abajo.

Un bulto tapado con un trapo de cocina, cuadritos de colores, parecía respirar bajo los pies de su padre. Se acercó y tendió una mano pero el trapo se encogió con nerviosismo. Su padre se arrodilló junto a ella y le dijo te he traído esto, te hará compañía en tu soledad, arriba en la azotea. El arrullo inseguro le dijo qué ocupante tenía sin necesidad de nada más.

La viña estaba plagada de vegetación. La paloma encogía su buche con rapidez al aletear con fuerza. Lía había pensado en una isla desierta a cuya arena hubiera llegado una pequeña nota en una botella de cava y se le ocurrió adiestrar a la paloma para que llevara mensajes. Primero trató de crear amistad. Contaba a la sisella sus recuerdos del instituto, le describía las mejores naranjas, los olores más selectos de entre los kiwis y, luego, probó a atarle a su diminuta patita un cordel caramelizado. La alzaba sobre sus hombros, sujetándola con ambas manos, y la expulsaba al cielo con vigor. La pequeña mensajera salía disparada como una corredora de fondo y, cuando se tensaba el cordel, volvía volando sobre sí misma, atraída por el olor del azúcar.

Con el tiempo Lía privó de su cordel a la paloma, a quien llamó Herma, y tan solo dejó manchas de caramelo en la ventana, para orientar a su pequeña amiga. Le gustaba oír sus alas batirse al despegar y sentir sus patitas posarse sobre su hombro cuando bajaba. El roce de su frío pico le hacía cosquillas en la oreja y se sentía feliz. Feliz. Herma llegaba donde acababa el muro de su habitación.

Un día la paloma tardó en llegar. Lía perdió todo apetito y sólo podía echarse, espalda apoyada en el suelo, y notar que su corazón quería palpitar fuera de su cuerpo en dirección al cielo. Pasó el día y sus huesos empezaron a notar el rigor del piso. Su padre estaba aún abajo, en la tienda, despachando coles, sin ni tan siquiera pensar que la salud de su hija estaba en apuros.

Poco a poco fueron dándole ganas de llorar pero a Herma eso le daba igual, seguramente ni siquiera supiera que Lía se sentía mal por su ausencia. El miserable pájaro la había abandonado, allí sola, para surcar los mares aéreos sin ella. Sintió su corazón encogido y se le quitaron las ganas de seguir allí. Con un leve esfuerzo, pese a que se le habían dormido los brazos y las piernas, la dulce Lía consiguió ponerse en pie muy despacio, casi con el sigilo de quien no desea despertar al dormido. No había ni tan siquiera asido el mango de la puerta cuando oyó el aleteo triunfal de su única y querida amiga la paloma.

Se posó sobre su hombro y Lía casi deseó besarla como una amante reaparecida. La acarició con suavidad y sintió el arrullo de su mensajera transmitiéndole felicidad. Sin embargo la notó rara, incómoda. Una pequeña cosa prendía de su pata, seguramente un trozo de tela atrapándola. Con sus finas y afiladas manos pudo quitar el estorbo y se sorprendió. ¡¡Alguien le había escrito una nota usando su propia mensajera!!

Casi tropezando por las escaleras bajó a la frutería donde su padre empezaba ya a barrer el suelo, una vez que había cerrado al público. Con un gran temor le pidió que leyera por ella lo que le habían escrito. Su padre sonrió cínicamente pero accedió.

“Hola, soy Charles. ¿Te montas conmigo en el tíovivo?”.

Sólo decía eso. Lía no podía parar de pensar y pensar en ese Charles, en cómo sería, en por qué la invitaba sin ni tan siquiera conocerla. Le agradaban los tiovivos, esa sensación de roma velocidad, de perfección, de infinitud… Sabía que su padre la miraba desde su espalda, al final de la tienda, como si la locura se hubiera llevado su última razón, pero el día volvía a ser azul para ella, el prado verdecía con rapidez y… de nuevo se sentía plena, repleta de vida.

Intercambió varias notas con Charles en un lenguaje que sólo ellos parecían comprender. Él la invitaba a tomar té con pastitas, con forma de león, y ella debía excusarse porque debía cuidar de que florecieran los kiwis en el jardín. En otra ocasión él la invitó a jugar a la gallina ciega, y ella le respondió que empezara a contar pues ya se había escondido. Era una diversión profana e inocente, pero Lía se sentía sumamente alegre.

Un día, la paloma volvió a ausentarse. Seguramente los cielos la confundieron o quizás un águila la interceptó en pleno vuelo. Quizás perdió la vista cruzando el océano. Charles no había tenido la precaución de enviar con alguna de las notas el teléfono de su casa y no sabía cómo podía saber de Lía. Era más duro comenzar cada mañana sin la ilusión de encontrar, cada vuelta, una nota en el alféizar de su ventana. Pero continuó. Al cabo de un tiempo sus padres conectaron su ordenador a Internet y pudo comunicarse en tiempo real con una niña de su edad llamada Verónica y que vivía en Argentina. En su clase de 1º de ESO le tenían una gran envidia. Él decía que eran novios y que debían conocerse.

Lía perdió la esperanza con menor rapidez. Conocía del mal humor de la vida y no quería enfrentarse a ella. Miraba por la ventana de su habitación y veía un muro de ladrillos desconchados, una barrera, un adiós. Sus ojos sin vida habían perdido hacía dos años cualquier luz que hubieran podido atesorar, pero cuando lloraba parecía que había regresado su claridad, que discernía los colores, que podía diferenciar los kiwis de las naranjas de Pekín tan solo por su forma. Volvía a ser la niña ciega, inútil y tonta que dormitaba en los tejados. No le quedaba esperanza ni paciencia, y no tenía ganas de hablar. Había dejado de recordar los momentos felices, los previos al accidente, y solamente pensaba en que no disfrutaba la luz del sol.

Un día la paloma volvió, o al menos, eso parecía. Un pequeño papel apareció junto a la ventana, enrollado como un papiro y con un mensaje que apenas lo recogió, hizo que Lía reluciese como un fuego artificial. Sus manos temblaban y su respiración se helaba en la garganta, antes de salir incluso. Desplegó el pequeño mensaje y sonrió. El mensaje decía: “No me esperes levantada, llegaré tarde a cenar. Estoy terminando de cerrar”.

La joven buscó el pasamanos con tiento y bajó a la frutería alegre, muy alegre. Tanto que casi se diría que volvió la luz a sus ojos por un minuto, y pudo ver los escalones de piedra contra las paredes desconchadas del muro, lleno de los agujeros de la edad por los que se escapaban haces de luz cada amanecer, tan cálidos. Ni tan siquiera el leve olor a kiwi de su mensaje le hizo perder la ilusión y, al día siguiente, regresó al instituto.

Comentarios

Vampirella ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Vampirella ha dicho que…
Me has vuelto a enganchar de nuevo con esta lectura.
En tu anterior blog dedicaste una merecida entrada a otra de tus obras, la cuál también me encantó; así que no me queda más remedio que pedirte, por favor, que nos sigas deleitando al igual que lo hacen Harry o Miguelvelez con sus maravillosas intervenciones
Montiel de Arnáiz ha dicho que…
Gracias Vampirella, intentaré proponerme hacer una entrada así por lo menos cada mes. Ésta era antigua, del año 2005, pero la encontré por ahí y quise ponerla.

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