EL

El día amaneció en calma, gélido, escrupuloso. La guarida del lobo estaba ocupada y las ovejas que correteaban inquietas por la mancha verde buscando una flor que masticar olían aún la sangre de la hermana perdida. Desde el cerro que coronaba, Castrillo del Duero se erguía con la timidez del pueblo anciano, ocasional, fruto de la cercanía del Río Botijas, a donde las madres acudían pertrechadas de botas y vasijas a recoger agua con que lavar a sus recién nacidos, sangrando aún piernas abajo.

Lucía Díaz tenía fuertes dolores en el vientre y una vecina le había dicho que podía tener rotos los intestinos y que no se moviera del lecho de paja en que había de reposar pero su obligación, su derecho como madre tenía más relevancia que una superstición médica. Si había de morir, moriría como madre. Arrastrando con pesadez su cuerpo llegó al fin a la orilla y se acercó al cauce de hielo líquido que transportaba. Un año atrás Dolores Ojeda introdujo la mano más de dos minutos en el agua por una apuesta y acabó perdiéndola.

Se arrodilló, Lucía, posando sus finas rodillas recubiertas de una falda hecha de retales, blancuzca y gastada, y comenzó a llenar el odre de la santa agua. Casi se lanzó atrás cuando vio el reflejo que aparecía en el agua, que no era el de su figura ni el del brazo escarchado de Dolores Ojeda, sino el de un gallardo varón, serio y casi preocupado, un Cid altanero y humilde a la vez que la miraba intensamente con sus propios ojos azules, como adivinando su suerte y su futuro sufrir. La imagen se onduló levemente y reverberó en las ondas del odre que iba introduciéndose en su seno y devolvió la faz robada de Lucía Díaz al lecho del riachuelo.

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