EL CANELO FANTASMA
El perro ladró con un ladrido nervioso que taladraba la mente de Alfred. No era el primer perro que había sufrido su ira, ya fuera con la certera acción del lanzamiento de zapatilla o con un grito iracundo que lo había espantado. Afuera de la casa, el animal daba el máximo a base de ladridos y ladridos que hacían que el horroroso dolor de cabeza pasase a convertirlo en homicida. Cogió un cuchillo de cocina y se dirigió al rellano de la casa, empuñándolo cual experto sicario. Al abrir la puerta, el perro no estaba. De hecho, un estruendoso silencio le inundaba los oídos. No se movía un coche, ni una moto, ningún niño saltaba a la comba o celebraba sus goles en la portería imaginaria que existía entre los dos árboles del vecino. Alfred se giró y volvió a entrar en la casa. En cuanto se sentó en el sofá orejero los aullidos del perro volvieron a aparecer. Salió corriendo a la puerta y para su sorpresa comprobó que allí fuera reinaba la misma tranquilidad que antes. Era una noche inamovible.
Renunciando ya a cualquier otra acción, Alfred volvió a reposar sobre el sofá orejero, resignado a su suerte. No en vano, era su culpa. Aunque algo diferente, reconocía el tono de los ladridos de su perro Yaki, al que abandonó en una carretera secundaria hacía un año. El mismo que convertido en un Canelo fantasmagórico en busca de su desagradecido amo, lo atormentaba en la noche de Todos los Santos.
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