PINTURA NEGRA (LA VOZ DE CÁDIZ - 28-08-13)
Melenas grises, algo salvajes pero no alborotadas. Los ojos excesivamente abiertos; dos cuentas negras sobreexcitadas en una mirada eterna, como señalando el terror que le provoca la instantánea concepción de lo que estaba haciendo. Sus manos callosas y venadas sostienen el semicuerpo blanco y cuadrado del hijo devorado. Admiro esa mirada de un caníbal con conciencia, destrozado el alma que algún día tuviera, mientras su fauce abierta y rectangular se alimenta del brazo izquierdo de la víctima. Saturno o Cronos, lo mismo da. El óleo sobre revoco trasladado a lienzo que ejemplifica el Romanticismo fue pintado por Francisco de Goya hace menos de doscientos años, entre 1819 y 1823. Mil siglos antes, en 1637, el flamenco Pedro Pablo Rubens nos mostró también al más joven de los Titanes, totalmente desnudo, sujetando la hoz que recuerda aquella con la que castró a Urano, su padre. Su cabello es ralo, empezando a flaquear, y una barba descuidada se funde con el cuerpo tierno, pleno de lorzas, de su hijo. Mira el niño al infinito, la boca abierta, sin comprender lo que han llamado la violencia ritual, que no es sino la línea recta consanguínea del asesinato. Saturno mató a Urano y fue muerto por su hijo Zeus, tragado como piedra suministrada por Rea. Luego, Zeus se convirtió en el rey de los dioses del Olimpo. Y el destino se hizo.
Goya y Rubens pertenecen a movimientos pictóricos diferentes y se nota en su concepción mental de la filifagia. El de Goya parece un loco arrepentido mientras que el de Rubens muestra odio en el mirar y certeza en el morder: va al corazón, quizá para alimentar al negro corazón, que ha de faltarle. Porque esa es la clave: el motor sanguíneo debe estar podrido, enfermo, endemoniado. No se puede comprender tanto dolor que provoque matar lo que uno quiere más que a sí mismo y, más aún, devorarlo para hacerlo propio, mecerlo en el vientre que digestiona. La mente centrada no comprende lo que tantas veces ocurrió en nuestra historia: hombre mata a hombre. Padre a hijo, hijo a padre. Veíamos a Bretón y queríamos afilarlo por la katana hace poco; hablamos en su día del violencio de génera y, también, de quién daña al hijo para destruir al progenitor no custodio. Pero esta vez los timbres de la campana que anuncia el fin del combate resuenan más cerca, espeluznantes, como un martinete que consume nuestra inteligencia.
Y leo la triste y magnífica crónica que publican Silvia Tubio y Pilar Solís y –supongo que será el cante que tengo de fondo, que dice: «No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar»– se humedecen mis ojos con lágrimas ajenas; las lágrimas de la empatía ubícua. Las que surgen por pensar que la atrocidad la cometo yo, ansiando conocer y comprender –hace mucho que no leo a Freud– qué puede llevar a un hombre a cercenar el futuro de lo que más quiere. Esa es la pintura negra, que enluta nuestra mente, la que de por sí prefiere olvidar que algún día devoraremos a nuestros padres, hijos y espíritus santos.
http://www.lavozdigital.es/cadiz/20130828/local/montiel-201308280818.html
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