KILL BRETÓN (VOL.1) (LA VOZ DE CÁDIZ 24-07-13)


Hacía tiempo que seguía el asunto de los niños de Córdoba. La madre, la cara desencajada, las manifestaciones de apoyo, las eternas búsquedas de los menores por las calles, parques y campos; las grabaciones de cámaras de seguridad, el rostro incólume del perdedor de infantes. La cínica y horrenda casualidad de que la sospechosa finca se llamara Las Quemadillas...
Se negó a ver el circo de las sobremesas y los mississippis: testigos haciendo de tertulianos, sacando tajada (dinero, publicidad o notoriedad) de la desgracia de dos niños de 2 y 6 años. Y de una madre. Luego, o quizás antes, encontraron los huesos que, como en un chispeante truco de magia, tornaron de animales en humanos, y posteriormente en pruebas. La gente se horrorizó, incluso los asesinos. Una cosa es rebanarle el gaznate a un madero y otra matar niños de 2 y 6 años, y más aún siendo su padre. Yo discutía con él en mi mente, le decía: respeta el principio de presunción de inocencia. Él se reía de mí y de mis putos principios en los que nadie confía ya. Le dije que viera una película: ‘La Vida de David Gale’. La protagonizó Kevin Spacey, hoy entronizado en los altares de la televisión como el político sin escrúpulos de ‘Game of Cards’. El profesor Gale fuerza un error judicial a fuer de su vida para demostrar que el sistema de la pena de muerte falla. Y fallando, mata inocentes. Me observó con la cara sin ánima con la que el Arropiero miraría a Daniel Pérez antes de vaciarle los intestinos con unos alicates oxidados. «Eres un iluso», me escupió. Y se dio la vuelta.
Mi amigo, la persona que pensé que era yo, había sido un tipo insulso cualquiera, de los que a veces sufren humillaciones por parte de la vida. Un día, anteayer, leyó una Sentencia: el documento, perfectamente estructurado y narrado, comenzaba en los Hechos Probados y terminaba en el Fallo. Le sorprendió esta formulación tan de otra época porque mi otro yo no es jurisperito, o sea, es igual que yo. Cuarenta años de prisión, seis meses de multa. Él era padre a través de mí, sabía lo que cambia el corazón cuando aparece esa primera diminuta cabecita tintada de meconio, surgiendo del interior de una mujer a la que dices amar (y amas). Decidió entonces arruinar su vida porque pensó que los niños de Córdoba eran sus propios hijos, que el personajillo con voz de duende, el hombre sin párpados, los había calcinado, tras drogarlos, en un horno crematorio que se divisó desde el espacio. Planeó cómo entraría en la misma cárcel que Bretón, cómo conseguiría introducir una katana de Hattori-Hanso sin que lo advirtieran los guardias. Quizá hicieran la vista gorda. La ley de la cárcel, ésa que me han contado que castiga a los pederastas, esperaba al asesino de sus hijos. Veintiún meses de espera.
Se dirigiría hacia él en el patio, el acero oculto a la espalda. La notable diferencia de la estatura de él se compensaría con el entrenamiento militar del otro. Una semicircunferencia de sangre y velocidad. La justicia de la cárcel. Y entonces desperté, mi amigo despertó, y todo seguía igual. Bretón recurriendo la sentencia, la espada en el yunque, la madre esperando que aparecieran salvos los menores, y él con su vacua vida, yaciendo, incorpóreo, en su imaginación.

http://www.lavozdigital.es/cadiz/20130724/local/ultima-201307240815.html

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