DE REPENTE
De repente se dio cuenta de que le encantaba la muerte.
No en ese sentido inmisericorde que entienden los asesinos por muerte, sino, más bien como un tácito observador, un inexplicable voyeur del final de alguien. No llegaba al punto de acudir a citas a ciegas con el médico forense del juzgado (“a ver quién se ha suicidado") ni tampoco empezaba a leer los periódicos de atrás adelante, buscando desesperadamente una esquela con un impreso nombre conocido. Bueno sí. Esi sí lo hacía, pero era tradición familiar, así que no contaba.
Le gustaba obtener información.
Era una manera de reconciliarse con su propia muerte, para cuando falleciera, que no iba a estar para nada ni nadie. Lo siento mucho, estoy muerto. Disculpe que no me levante, la he palmado. Le gustaba la muerte. Procuraba enterarse de las circunstancias que habían propiciado un asesinato. Valiéndose de sus conocimientos informáticos se adentraba en los ordenadores de la comisaría de la policía como si fuera Hugh Jackman antes de ser Logan. Era curioso, Jackman, un tío con cara de bajito que interpreta a un lobezno de uno ochenta. Pues como si fuera Lobezno en esa peli de ladrones muy malísimos que raptan a un informatico muy buenísimo -era tan bueno que desactivaba una bomba a contrarreloj mientras una chica le hacía una mamada (no, no era Jean Grey) y le chantajean y le apuntan con una pistola apoyada en su cabeza-. Y el hacker lograba que no corriera la sangre. Ni nada más. También salía la Catwoman negra. Y hacia un topless. Quizás fuera una tradición familiar.
Se metía en los pc y abría los archivos policiales. Aprendía en ellos lo chapuceros que son, los que matan y los que mueren. Y los polis de homicidios. "Muerte natural, muerte natural". Vamos, hombre. No, no habían visto las marcas en los dedos, el desgaste de sus huellas. Haber intervenido era inútil porque era luchar contra los elementos y no lo hacía porque él nunca estuvo allí.
De repente se dio cuenta que le gustaba la muerte.
Empezó a buscar en la base de datos nombres inventados. "Juan Jackson", no existe. "Yolanda Luins", violación, 1997. Era prostituta, una prostituta violada. "Ramiro Betancourt". ¿Cuantas veces había buscado su propio nombre en Google? Miraba si alguien lo había nombrado, si alguna chica había confesado su amor por él, o que se lo quisiera tirar. Y nada. Ponía su puto nombre de pijo en los archivos policiales de difuntos... ¡Y salía! Le hizo gracia. Alguien que se llamaba igual que él había espichado policialmente. Vaya concepto, pensó, morir policialmente. Y le dio a “intro". La cara del muerto era pálida. Sus ojos negros abiertos y la fina barba recortada.
Era él mismo.
Un cachondo, seguro que ha sido un poli gracioso. Entonces se dio cuenta de que le gustaba la muerte y de que no conocía a ningún policía y que llevaba muerto tres años desde que recibió una puñalada en el corazón a la salida de una discoteca en San Felipe. Y él sin enterarse, hecho un gilipollas.
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