NAVIDAD EN LA BIBLIOTECA ABANDONADA

Soy el último lector, el que siempre echa con malos modos la bibliotecaria delgada, esa misma que remedando un cliché, lleva sus gafas de ver de cerca -redondos adminículos- flotando sobre la punta de su nariz. Allí coincido con los jóvenes que aman a los libros. O sea, con nadie. Hasta que a algún tecnócrata se le ocurra poner un punto de conexión wifi con préstamo de e-readers. Cuando eso ocurra, interminables colas de i-pollas y e-chochos acudirán como si regalaran magdalenas. Mientras tanto, me pertenecen. Los libros y sus auténticos dueños, los fantasmas. ¿Y qué es la Navidad sino una fantasmagoría? Un sueño eterno sin Chandler, un eterno recordarnos que somos buenos porque fuimos buenos y seremos buenos. Deseamos el bien a los que necesariamente no son nuestros seres queridos por el qué dirán, por quedar bien, por espurio interés. Cómo podemos hablar de navidad en la biblioteca de los ratones asustados, donde habitan las letras perdidas. Es mejor hacerlo en el hogar, con la lumbre atornillada de la familia. El primer y último lector se quedó ciego como yo me quedaré también. Era argentino pero no por ello había de serme antipático. Ayer escuché que él, el marido ciego de la ciega Kodama, fue el creador del primer libro fantasma de la biblioteca fantasma: el Necronomicón. Siempre nos quedarán los libros materiales, esos que dibujan en nuestra mente paisajes a los que jamás iremos. Los que ponen cara a las ocultas esfinges escondidas de nuestra imaginación. Esos volúmenes ignotos que alimentan con polvo a las almas enamoradas que no quieren ir hacia la luz y se quedan para ser atrapados entre las páginas inmaculadas de un libro que jamás llegó a ser desvirgado. El lector de fantasmas, ese es mi nombre.

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